Leer Capítulo 1. "El brazalete dorado".




Capítulo 1



En algún lugar del valle del río Arlanzón. Inicios del verano del año 791 de nuestra era.



La paciencia, hijo, es la mayor virtud de un buen cazador.

Aquella frase tantas veces escuchada en boca de su padre cobraba pleno sentido en ese instante y, al fin, una sombra parecía dibujarse en la oscura entrada de la madriguera.

El enorme fresno sobre el que se hallaba encaramado ofrecía una magnífica atalaya. Desde allí se dominaba el complejo conjunto de galerías que formaban la gazapera así como gran parte de la húmeda pradera tapizada de hierba que crecía en la ribera. Incluso podía distinguir, al otro lado del río, el bosquete de castaños semioculto por el denso soto de álamos y fresnos donde seguiría durmiendo su padre, junto al carro y los dos bueyes.

Se había levantado temprano. Despertado por su propia impaciencia y por el reclamo matinal de la oropéndola había salido del rebujo de su cobertura de piel y cruzado el cauce para apostarse sobre el viejo árbol que había elegido para el acecho. Aquella era la hora en la que los gazapos solían ramonear entre los matorrales, por lo que permanecía a la espera, atento, intentando vislumbrar un mínimo movimiento en la boca de la guarida abierta en el talud arenoso.

Entornó los ojos y escrutó expectante. Algo se movía entre la penumbra de la oquedad. Una tímida sombra iba revelando una silueta definida que, ajena al peligro, se decidía a salir de su refugio, hasta que la vio convertirse en una peluda criatura gris enmarcada por dos largas orejas y unos ojos negros que miraban vivarachos en todas direcciones. Se trataba de un precioso macho. El animal asomaba la mitad de su cuerpo husmeando con precaución, calibrando la seguridad de su correría matinal.

Había llegado el momento. El corazón latía desbocado en su pecho de niño. Con lentitud Martín acomodó la flecha en la cuerda de su arco de fresno. Su arco nuevo. Su arco. Había esperado con ansiedad el momento de probarlo por primera vez. Ya había capturado alguna presa mediante lazos y trampas elaboradas con juncos; en varias ocasiones había cazado con el arco de su padre. Pero ahora... ahora lo iba a hacer con aquel pedazo de madera al que tanto esfuerzo había entregado durante ese invierno. Lo tensó con extrema lentitud, provocando un ligero crujido, llevando delicadamente el extremo emplumado del dardo a su mejilla derecha. Esperó un instante calibrando la distancia que lo separaba de su presa, manteniendo los músculos en tensión, notando cómo su pulso y su respiración se aceleraban. Un mínimo movimiento, un solo ruido, y el animal volvería a sumergirse en la negrura de su madriguera. Apoyó con firmeza su espalda contra el rugoso tronco del árbol. Sentía la tensión del brazo y cómo sus mandíbulas se apretaban. No podía fallar, apenas quince pasos les separaban. Una suave brisa del sur hizo temblar las hojas de los viejos álamos que crecían junto al río. Luego, por un instante cesó, y el silencio se hizo absoluto, como si presintiera el inminente desenlace. El chico tragó saliva con dificultad, apretó con fuerza su puño sobre el arma, cerró el ojo izquierdo para apuntar mejor y, sus ya doloridos dedos comenzaron a resbalar, lentamente, hasta que la cuerda del arco... se destensó de golpe.

Como un rayo mudo, silencioso, un violento zumbido rasgó el aire del soto, fulminando al sorprendido animal. Fue un sonido seco de huesos rotos y carne herida apagado por un agudo chillido, un lamento angustioso y mortal de una vida que, en un instante y sin comprender cómo, al igual que ese mismo día sucedería con la suya, se escapaba para siempre.







Martín descendió del árbol de un salto. Sus delgadas piernas amortiguaron la caída doblándose con agilidad al tocar el mullido lecho de hierba y hojas. Luego se limpió con el dorso de la mano el sudor que le recorría la frente, recompuso su túnica y destensó la cuerda del arco, liberándola del engarce de hueso de uno de sus extremos.

Con la emoción aún latente en su pecho avanzó unos pasos hacia la madriguera hasta dar con el pequeño animal que yacía inerme en el suelo. Comprobó que el disparo había sido certero. El dardo se había clavado en la base del cuello, allí donde la muerte llegaba rápida y fulminante. Con respeto posó su mano derecha sobre el pecho del conejo y cerró los ojos durante un instante, susurrando una oración aprendida, dando gracias a Dios por ese regalo precioso, por aquella vida hurtada, como le había enseñado su padre. Luego, extrajo la flecha mortal del cuerpo aún caliente, la introdujo en la ajorca de piel de corzo y colgó la presa de la cuerda que ceñía su cintura, a un costado.

Al incorporarse alzó la mirada a lo alto y observó el cielo azul y limpio. El último día del mes de junio, una semana después de la fiesta de San Juan, despuntaba claro y luminoso. La fresca humedad de la mañana aún se percibía en la hierba mojada por el rocío matinal y los primeros rayos de sol iluminaban el cauce arrancando destellos brillantes de las hojas de los álamos y de los guijarros del fondo. Al otro lado de la corriente resonó el mugido somnoliento y distante de uno de los bueyes.

Comenzó a caminar por la vereda sinuosa que acompañaba al río, respirando profundamente el aroma del soto. Le gustaba aquel olor del amanecer y el sonido de los pájaros llenándolo todo. Se escuchaba el canto inconfundible de la oropéndola, el bullir de una miríada de pajarillos entre la fronda y el murmullo de las aguas como fondo. En aquel punto del valle el cauce del río Mayor discurría sosegado y lento entre la frondosa alameda, en un discurrir que a lo largo del tiempo había tallado en las frágiles laderas que lo acompañaban barrancos y despeñaderos en los que afloraban paredes yesosas donde excavaban sus nidos ruidosas colonias de golondrinas, aviones y abejarucos. La vegetación que bordeaba ambas márgenes era una maraña densa de carrizos, juncos y espadañas, hogar de ánades, zampullines y una horda de aves acuáticas que en ese momento del día se afanaban en busca de la pitanza para su abundante y exigente prole. Peces, anguilas y cangrejos acababan ensartados en picos, engullidos en gaznates, en garras de escurridizos visones o en boca de esquivas nutrias, fáciles de observar a esa hora mientras tomaban el placentero sol matutino sobre alguna de las grandes rocas que emergían en medio del río.

La vida en aquel paradisíaco rincón que la naturaleza había creado seguía su curso, ajena a los terribles sucesos que se avecinaban.







En lo alto un halcón, oscuro y veloz, volaba a lo lejos surcando el cielo diáfano, emitiendo su agudo y lastimoso quejido. Descendió majestuoso, plegando sus alas en un picado vertiginoso e imposible, hasta posarse sobre el borde del acantilado. Instalado en su oteadero se acicaló las plumas con el pico y escrutó con ojos fieros la inmensidad del valle. De pronto, un agudo silbido quebró la quietud del soto. La rapaz giró bruscamente la cabeza ante aquel sonido distinto que provenía del otro lado del río. Abajo, una pareja de azulones alzaron el vuelo entre el juncal, asustados, iniciando su potente aleteo, sobrevolando el cauce y perdiéndose entre la fronda. Más allá, una garza real desplegó con parsimonia su vuelo elegante y silencioso, río abajo. Siguiendo con la mirada su silueta gris, los ojos del halcón se toparon con una figura humana que asomaba bajo las copas de los árboles. El muchacho colocaba las manos sobre su boca, y soplaba, emitiendo un silbido entrecortado similar a aquel otro cuyo eco aún resonaba en la ribera.







Martín corrió hacia la orilla del río ante la apremiante llamada de su padre. No tardó en encontrar el lugar exacto por donde lo había vadeado esa mañana, en un recodo poco profundo, donde el tronco desgajado de un álamo derribado tal vez por una tormenta, permanecía postrado, uniendo las dos orillas de manera providencial. Apoyó un pie en el tronco, luego el otro, tanteando la firmeza de la pasarela natural, y avanzó con seguridad sobre él, extendiendo los brazos en cruz para mantener el equilibrio hasta llegar al otro lado. Luego corrió hacia la pradera de castaños donde se hallaba su padre, ocupado en ese momento en afianzar con cuerdas el cargamento instalado sobre la plataforma del carro. Al llegar al claro Martín se detuvo a unos pasos. El hombre giró la cabeza.

¿Se puede saber dónde te habías metido? —le espetó a su hijo con fingida expresión severa.

El chico echó mano a la cintura y alzó el brazo mostrando orgulloso la pieza flácida y ensangrentada que acababa de abatir.

¡Padre, mira, lo he cazado yo! —sus ojos azules, como los de su padre, como los de su abuelo, brillaban encendidos.

Elvio se quedó mirando a su hijo y sonrió ante aquel espontáneo entusiasmo de juventud. Notaba su pecho hinchado de orgullo y en su rostro, dibujada una amplia sonrisa que reflejaba su alegría desbordante.

Buena pieza, ¡vive Dios! —se acercó a él y le revolvió los cabellos cariñosamente, satisfecho y orgulloso de su pequeña hazaña—. Harás feliz a tu madre cuando la vea.

Halagado por el gesto complacido de su padre el rostro de Martín enrojeció.

Quería probar mi nuevo arco y...

Y por lo que veo es bastante bueno —le interrumpió Elvio. Martín sintió sobre su hombro la mano rugosa y fuerte de su padre—. Me siento orgulloso de ti, hijo. Parece un arma excelente, aunque la próxima vez es mejor que apuntes a un ojo. Sé que si te concentras puedes acertar; es una lástima estropear una piel tan magnífica como esta. Ahora hemos de irnos —dijo palmeando con complicidad la espalda de su hijo—. Cuelga de nuevo ese conejo y recoge las mantas y el morral. El sol comenzará pronto a calentar y nos espera un camino lento de regreso hasta Ebeia.

El chico obedeció ante la voz autoritaria pero amable de su padre y corrió hacia el improvisado cubil donde aún reposaban sus enseres.

Mientras, el hombre observaba a su hijo con orgullo paternal. Martín había crecido muy deprisa y él no se había dado cuenta. Era alto, alzaba ya casi como su madre y los cambios producidos en su cuerpo anunciaban el hombre en que pronto se convertiría. Rememoró el día de su nacimiento, ¡qué rápido había transcurrido el tiempo! El pequeño cachorro había dejado de serlo, despertaba todos sus sentidos a la vida y se internaba por el sendero natural que le conducía hacia el frenesí de la adolescencia. Llegaba a su tiempo de iniciación, a esa edad en la que todo es nuevo y asombroso, en la que se siente el impulso vital de prepararse para otros vuelos. La vida no había regalado a Elvio, el maestro arquero, el tiempo suficiente para dedicar a sus vástagos, había estado demasiado alejado, aunque, últimamente, por algún motivo desconocido, notaba una fuerza que le impulsaba a compartir más tiempo con su hijo. Durante el último año le había enseñado a montar a caballo y pronto se había convertido en un avezado jinete; atrás quedaban ya los tiempos en que ovejas y cabras soportaban sus cabalgadas infantiles con resignación. También le había animado a abandonar temporalmente el uso de su pequeña honda, que como cualquier varón manejaba con soltura ya desde niño, para instruirle en la fabricación y manejo del arco. El muchacho disfrutaba de sus enseñanzas y buscaba su compañía; se mostraba interesado en aprender, lo hacía con rapidez, y demostraba la tradicional habilidad familiar para tal actividad. Tenía buena puntería, calibraba bien las distancias y la fuerza del viento, era capaz de abatir a un animal pequeño a cincuenta pasos de distancia y estaba seguro de que pronto podría clavarle una flecha a una paloma mientras volaba. Y ahora, para su sorpresa, lo había hecho con su propio arco de madera de fresno. Hacer una honda era fácil, bastaba un manojo trenzado de lino o de crin de caballo y algunas piedras como proyectil. Pero elaborar un buen arco era tarea algo más complicada. Martín nunca había sido un niño como los demás; siempre silencioso y reservado, pero mostraba una inteligencia despierta, innata, y una inagotable curiosidad por conocer y preguntarse el porqué de las cosas. Elvio le había enseñado todo lo que sabía, y al chico siempre le había gustado ayudarle en su trabajo; su labor consistía principalmente en endurecer las varas de madera en el fuego o insertar las puntas de metal en las flechas. Pero era evidente que había visto lo necesario para saber elaborar un arco eficiente. Durante el último invierno le había observado: eligiendo y tallando la madera adecuada, buscando los materiales para elaborar las cuerdas y fabricando sus propias flechas. Desde muy niño se había hecho sus pequeños arcos de ramas, pero aquel era el primer arco capaz de matar. Él le había regalado una aljaba nueva. Pensó que el tiempo discurría demasiado rápido.







Martín enrolló cuidadosamente la piel y la ató con un lazo. Luego, con un palo grueso, esparció las escasas brasas que quedaban en la hoguera y las tapó con tierra.

Acomodados ya los enseres en el carro ambos se encaminaron hacia el borde del claro donde descansaban los bueyes. Martín caminaba unos pasos detrás de su padre, contemplando aquel cuerpo amado, robusto, musculoso, la silueta formidable, el cabello largo, símbolo de su condición de hombre libre, un verdadero gigante a ojos de un niño de once años. Algún día, pensaba, sería como él; Elvio el Arquero. Nadie que buscara un buen arco podía encontrar otro mejor a este lado de los Montes Distercios. Quien así lo deseaba sabía que debía acudir a Elvio de Ebeia. Último heredero de una estirpe de maestros, sus arcos de tejo, de olmo o de fresno eran los más demandados y su fama llegaba incluso más allá de Auca, el núcleo habitado más importante de la región. Era un hombre alto, rubio, como significaba su nombre, de carácter pacífico y rostro amable. Su larga melena dorada, sujeta habitualmente en su frente por una cinta de cuero, enmarcaba un rostro cubierto por una suave barba rubia, rectilíneo y de facciones angulosas, que componían en su cara un gesto áspero y duro, lejano sin embargo de su verdadera personalidad. Los pliegues de sus ojos, de un azul ceniciento, manifestaban su carácter reflexivo y prudente. Primogénito y cabeza visible de uno de los linajes más prestigiosos que desde siempre había gobernado aquellas tierras, Elvio era hijo de uno de aquellos aventureros que, cincuenta años atrás, y aprovechando la desbandada de los bereberes de sus guarniciones fronterizas, había decidido descender de los altos valles serranos y regresar con sus familias a los antiguos predios que un día sus padres tuvieron que abandonar; tierras llanas y fértiles que pertenecieran a sus antepasados durante tantas generaciones. Por sus venas fluía la sangre de una nobleza inmemorial, estirpe enraizada desde tiempos remotos, anclada en aquella tierra áspera y dura. Por ello, desde la muerte de su padre, caído en una de tantas escaramuzas contra los sarracenos, había asumido con naturalidad la responsabilidad de dirigir a su gente, de ser su capitán en la guerra y su pastor y guía en la paz. Investido de aquella jerarquía adquirida, su jefatura nunca había sido discutida y era admitida por todos. Era quien presidía las asambleas donde se tomaban las decisiones importantes para la comunidad. Dotado de una conducta recta, de valor y autoridad, resolvía las disputas vecinales velando por la convivencia y por la seguridad de su pueblo tal como lo habían hecho antes su padre, su abuelo y los padres de sus abuelos. Se mostraba ecuánime y justo, comprensivo y conciliador en ocasiones, pero firme y valiente cuando era necesario, en un tiempo difícil en el que era inevitable vivir con el arco y la espada preparados.







La mañana transcurría serena y el sol ascendía decidido anunciando otro día caluroso y bochornoso, poco habitual a esas alturas del año. El verano había llegado de manera anticipada y con inusitada fuerza.

Padre e hijo llegaron hasta la sombra del solitario castaño donde sesteaban tranquilos los dos apáticos bueyes. Los hicieron levantar y los guiaron hasta la carreta cargada con los grandes bloques cuadrados de piedra caliza que tanto esfuerzo les había costado alzar. Elvio amarró firmemente las coyundas de cuero que sujetaban el yugo de madera a los cuernos de las bestias.

Antes de partir tomaron fuerzas compartiendo un trozo de pan de centeno y unas tiras de carne curada. El rostro del chico irradiaba felicidad. Bajo un dosel de cabellos castaños y alborotados dos grandes ojos azules brillaban de modo especial en su rostro moreno, herencia de la sangre latina de su madre, surcado por unos labios gruesos y bien dibujados. Había vivido la emoción, natural en un niño, de pasar su primera noche fuera de su casa. Nunca se había alejado más de una legua de la aldea. Hasta entonces no se lo habían permitido, ni siquiera a los poblados cercanos, o cuando su padre viajaba a Auca para cambiar sus arcos por herramientas, pieles, madera de tejo o sal, difíciles de encontrar en Ebeia. Además, eran pocas las ocasiones en que podía estar a solas junto a su padre. Siempre lo había visto como un ser lejano. Aunque no comprendía bien la razón, pasaba largas temporadas lejos de la aldea, sobre todo al llegar la primavera, momento en que, junto a otros hombres del poblado, desaparecía con sus armas y caballos tomando el camino que partía hacia el Este, hacia las tierras de los sarraceni. Su madre decía que luchaban por la Cruz y por la seguridad de los cristianos. Con la captura de aquella presa que colgaba de su cintura había deseado probar su audacia y ganarse la aprobación y el respeto de su padre; demostrarle que era digno de su confianza. Y había notado en sus ojos enrojecidos la emoción y el orgullo que sentía. Se esforzaba cada día por parecer mayor. ¡No! ¡Ya era mayor! Estaba harto de que todos le trataran como si aún fuera un niño. Detestaba los consejos condescendientes de los adultos. Su estatura física seguía subiendo, sus músculos se endurecían y ya se creía capaz de valerse por sí mismo. Comenzaba a considerarse importante y debía reconocer que desde un tiempo atrás las cosas parecían estar cambiando; percibía cómo su padre apreciaba sus iniciativas y procuraba otorgarle responsabilidades cada vez mayores, propias ya de su edad. Todas las manos resultaban escasas y, como cualquier otro niño, había crecido colaborando en las tareas domésticas, ayudando a sus padres en lo más sencillo como eran cuidar de los animales del corral, ordeñar y cuidar del ganado familiar, recolectar frutos y setas en el bosque, acarrear agua o procurar que no faltara leña en el hogar de la casa. Pero había llegado a esa edad en la que los jóvenes cachorros se muestran ávidos por demostrar a sus padres que ya pueden ser como ellos. Por esa razón, no había podido ocultar su entusiasmo cuando, dos días atrás, su padre le dijo que estuviera preparado para partir junto a él al amanecer del día siguiente. No le dijo donde irían. Tampoco importaba. Ignoraba que ese día, la vida que había conocido hasta ese momento tomaría un rumbo totalmente nuevo.







El día señalado por su padre para la partida, antes del alba, Martín ya se había levantado. La emoción no le había dejado conciliar el sueño y apenas pudo descansar esa noche. Se encontraba excitado ante lo que se presentaba como una inmensa aventura y trataba de simular ante su padre una tranquilidad que en realidad no sentía.

Salieron de Ebeia poco después de que cantaran los primeros gallos, en esa hora siguiente al amanecer en la que el aire conserva aún su frescura. Las últimas jornadas habían sido especialmente calurosas y nada hacía prever que ese día fuera a resultar distinto. Partieron con el viejo carro de dos ejes sobre el que habían echado vituallas suficientes para dos días de marcha, las armas de Elvio y las mantas de piel para abrigarse durante la noche.

Enfilando por el sendero que bordeaba los sembrados de avena y cebada que crecían fuera de la empalizada avanzaron hacia el oeste hasta llegar a una encrucijada de caminos. Desde allí uno de ellos partía hacia Tritio, al norte, y otro enlazaba con el camino Viejo, único que merecía tal nombre, que llevaba hasta Auca, situada cinco leguas al este. Dicho camino surcaba el valle de este a oeste hasta confluir, a unas tres leguas de distancia de Ebeia, con la antigua Vía Aquitana romana al pie de la aldea de La Blanca, último lugar «civilizado» que, enclavada sobre un cerro, dominaba el paso del río Mayor antes de adentrarse en los Campos Góticos. Tomaron ese último camino que discurría paralelo al cauce del río en la dirección de la corriente, hacia poniente, internándose en un espeso bosque de encinas y quejigos. Un mar de altas hierbas mecidas por el suave viento de la mañana amenazaba con engullir lo que el paso del tiempo había dejado del viejo camino, antaño intensamente transitado, y que en ese momento apenas se dibujaba entre una maleza pujante y vigorosa. Transitaron por él durante la mitad de la jornada y, a mediodía, lo abandonaron y tomaron una desviación lateral apenas visible por la espesa fronda. Evitando cenagales y tierras pantanosas se abrieron paso por un bosque espeso, apartando matorrales y ramas que rozaban sus cabezas hasta que, al final de él, surgió un amplio espacio, abierto e iluminado por el intenso sol, rodeado de olmos y centenarios castaños. Un lugar apartado, silencioso y asombrosamente enigmático.

Martín quedó perplejo. Miró fascinado a su alrededor. Nunca había visto nada igual. Ocultos bajo la maleza surgían restos arruinados de lo que parecía ser una antiquísima construcción. Entre los espesos zarzales, saúcos y endrinos que protegían el claro aparecían bloques de piedra desparramados, columnas partidas, muros medio derrumbados y viviendas abandonadas que se resistían a desaparecer de la memoria del tiempo. Había oído que existían ciudades con murallas, torres e iglesias levantadas enteramente de piedra, pero hasta entonces apenas había podido imaginarlas. En Ebeia las casas solían asentarse sobre una base de cascajo que llegaba hasta la cintura de un adulto, pero a partir de ahí se completaban con madera, barro y paja, cubriendo los tejados con hierbas, retamas y juncos. Sin embargo, frente a él surgía lo que en su mente se dibujaba como el palacio de un poderoso príncipe; las altas paredes de piedra, invadidas por la hiedra, alcanzaban la altura de dos hombres y poderosas columnas de diferentes formas y tamaños sujetaban lo que quedaba de antiguos tejados cubiertos por tejas rojas que parecían querer venirse abajo en cualquier momento.

Comprendió que aquel era su destino cuando su padre hizo detener a los bueyes. Liberaron a los animales de su yugo y los condujeron a refrescarse junto a la orilla del río, donde bebieron agradecidos. Luego los dejaron pastar a su antojo por el prado fresco hasta que se echaron a sestear a la sombra de un añoso castaño.

Descargada ya la carreta de todos los pertrechos Martín pudo abandonarse a su irrefrenable curiosidad. Ante la mirada complaciente de su padre y sin poder ocultar su excitación se dejó arrastrar por sus pies caminando lentamente entre aquella siniestra desolación, observando maravillado a su alrededor. Era el lugar más misterioso y mágico que jamás había conocido. El tiempo parecía haberse detenido en aquel rincón escondido. Entre amapolas, acianos y flores de todos los colores, sus pies lo llevaron hasta lo que parecía haber sido un patio rodeado de un claustro con columnas cilíndricas al que se abrían otras estancias. Ahora era un decrépito cúmulo de escombros y bloques de piedra oculto entre cardos y matojos entre los que despuntaban jóvenes brinzales de álamos y fresnos. En su centro las ortigas devoraban el brocal de un viejo pozo ocultando los restos de una tapa circular de madera oscura y carcomida. Se trataba sin duda de una de aquellas mansiones romanas de las que tantas veces había oído hablar. Miró a su alrededor y trató de hacerse una idea general de la forma original de aquellas vetustas ruinas que languidecían entre musgos y enredaderas. La estructura apenas se mantenía en pie. Parecía haber sido un gran edificio cuadrado protegido en cada uno de sus extremos por torres igualmente cuadrangulares. A juzgar por las ruinas renegridas parecían haber sido devoradas por un incendio. En la fachada norte había tejas caídas de los tejados formando montículos rojizos, y en lo que quedaba de sus paredes se veían imágenes desconchadas y descoloridas por la humedad con motivos geométricos y florales. Al extremo este de la galería se alzaba lo que quedaba de una escalera que daría acceso a un piso superior. Junto a ella, una puerta desvencijada daba acceso a otra estancia. Atravesó el patio y avanzó hacia ella, pisando grandes losas entre las que crecía la hierba y esquivando estrechos canales de ladrillo invadidos por ortigas y zarzas cuyas aguas habrían desembocado algún día en un arroyo ahora seco, perpendicular al cercano cauce del río. Se introdujo en el edificio contiguo. Lo que quedaba de su techo resistía en un equilibrio imposible sobre los restos de varios muros adornados con relieves rojizos y pinturas jalonados por una ancha greca dorada que recordaban días de esplendor perdidos en la bruma del tiempo. Le llamó la atención un símbolo estampado sobre la piedra; un gran pez con una cruz en forma de aspa en el centro. Bajó la mirada al suelo. Entre las ruinas se adivinaba un enlosado con motivos vegetales, dibujos geométricos y figuras de animales formado por cientos de pequeñas piedrecillas cuadradas de diferentes tonos marrones, ocres y grises, muchas de las cuales se habían desprendido, sin duda a causa del paso del tiempo.

Avanzó como pudo entre los escombros hasta llegar a otra de las estancias. Un montículo de piedras manchadas con deyecciones de pájaros hacía recordar un antiguo muro porticado. Entre ellas descubrió la mirada de un simpático mochuelo que observaba con curiosidad al inesperado intruso. Allí, varios arcos derrumbados sobre el suelo ocultaban parte de un colorido mosaico desgastado por el tiempo en el que se representaban escenas de caza, figuras humanas y animales desconocidos inmersos en un paisaje de árboles, matorrales y rocas. Se sintió como en un sueño, hipnotizado ante la visión de aquellos fascinantes grabados. Enmarcado por una cenefa deteriorada, un jinete de rostro joven vestido con túnica corta avanzaba con su montura al galope mientras sostenía dos lanzas en su mano e intentaba acometer a un venado que trataba de huir aterrorizado. Montaba un brioso caballo ricamente enjaezado y había arrancado dos hilos de sangre del cuerpo del escurridizo animal. Rodeó el mosaico. Más allá, entre varios bloques de piedra, asomaba otra escena en la que dos barbudos cazadores a pie intentaban alancear a sendos cerdos salvajes mientras otro marrano era atacado por un fiero león y cuatro felinos más perseguían a sus presas. Emocionado por tanta belleza recorrió con la mirada aquellos rostros, las figuras geométricas, escenas que representaban la historia de aquellas gentes. Se preguntó quién habría podido realizar algo tan hermoso. Su mirada descendió entonces hasta el suelo que pisaba adivinando bajo sus pies la figura y el delicado perfil de un rostro femenino. Con el pie apartó las piedrecillas y la tierra que lo cubría hasta poder contemplarlo con más claridad. Entonces la escena se mostró en toda su plenitud y el asombro lo dejó sin aliento. Frente a él apareció el rostro joven de una mujer. Sus ojos se clavaron en ella. Era hermosa y sus cabellos largos le caían por los hombros de manera desordenada. Aquella joven de nariz recta y ojos almendrados poseía el porte de una princesa. Era el rostro más bello que jamás había podido imaginar. Adornaba sus cabellos oscuros con una diadema rosada y ocre y un collar igualmente rosáceo rodeaba su hermoso cuello. En su brazo derecho llevaba un brazalete dorado. Junto a ella, un hombre alto y con el torso desnudo la miraba con gesto hierático, asiendo en una de sus manos las riendas de un bello corcel mientras en la otra ceñía una lanza y una punzante horquilla. Un jabalí yacía muerto a los pies de ambos y un cazador, acompañado de su perro, parecían vigilarle desconfiados. No pudo apartar su mirada de ella. Jamás había contemplado semejante belleza en una mujer. Algo le atraía en aquella figura estática y fría. Por un momento se sintió transportado a otro lugar, a tiempos desconocidos y nunca imaginados. Permaneció allí un tiempo, admirando el rostro de aquella mujer de mirada noble y rasgos perfectos, como si quisiera guardarla para siempre en su recuerdo.






Habían pasado el resto de aquella tarde trabajando sin prisa, pero sin pausa, sudando bajo el peso de los pesados bloques de piedra que iban seleccionando de entre las ruinas. Hasta que, al declinar el día, encendieron un fuego y tomaron asiento sobre el tronco de un árbol caído, al regazo de un poderoso castaño desde el que se divisaba el plácido cauce del río. Elvio había abierto su morral de cuero extrayendo de él un pan redondo de centeno, un oloroso trozo de queso y un viejo odre de vino aguado. Sacando su cuchillo de la funda de cuero que llevaba sujeta al cinto, partió dos rebanadas de pan, le tendió una a su hijo y él se quedó con la otra. Se repartieron una buena porción de queso y ambos le hincaron el diente con evidente apetito.

Comieron en silencio, contemplando juntos el discurrir de las aguas. Mientras, el sol había comenzado a ocultarse tras las copas de los árboles, proyectando sus alargadas sombras sobre la pradera donde pastaban en ese momento, pacientes y orondos, los bueyes. Martín estaba hambriento y devoraba su cena con rapidez. Elvio masticaba lentamente. Observó de reojo a su vástago y sonrió para sí al ver la expresión de su rostro, el entusiasmo reflejado en sus ojos chispeantes. Manifestaba con claridad la satisfacción que experimentaba. Había esperado aquella reacción. Sabía que aquellas antiquísimas ruinas que se remontaban a los tiempos de los romanos le impresionarían y colmarían su hambre de emociones. Le gustaba su forma de ser: curioso, imaginativo, su mirada reflejando una sed por conocer la sustancia de las cosas. Le preguntaba constantemente sobre los usos de las plantas, los nombres de los pájaros, la manera de fabricar las distintas herramientas o sobre cómo contar las ovejas del rebaño. Mostraba especial interés por la historia y los acontecimientos vividos por sus antepasados y le pedía todo lujo de detalles sobre batallas, personajes y lugares. A veces le sorprendía tumbado, viendo pasar las nubes, ensimismado en sus pensamientos, soñando tal vez con aquellos relatos de batallas pasadas, valientes guerreros y ciudades lejanas.

Elvio tomó el pellejo de piel de carnero y se lo ofreció a su hijo. Este bebió y se pasó el brazo por el rostro para limpiarse. Luego, con la boca llena con otro trozo de pan preguntó mientras masticaba:

Padre, háblame de este lugar.

Elvio miró a su hijo, pero no contestó inmediatamente. Masticó con gesto de concentración y luego empinó el odre de vino por encima de su cabeza dejando salir un fino chorro del líquido que recogió hábilmente en su boca. Cuando terminó de beber se limpió con el mismo gesto que su hijo las gotas que le caían por la comisura de los labios. Luego, comenzó a hablar, componiendo en su rostro aquella expresión y voz tan personal, grave y pausada que adoptaba cuando contaba algún relato del pasado.

La historia de nuestra gente está escrita con trazos de gloria y de desdichas, grabada en la tierra, en las piedras y en la memoria del tiempo. En lugares como este. —Martín seguía comiendo, pero sus ojos se clavaban en los de su padre con interés—. Te contaré una historia:

»Lo que ahora ves como un lugar inhóspito fue en su día un rincón próspero y hermoso. Ahora es solo un recuerdo de días perdidos y olvidados, un lejano recuerdo guardado en la memoria de los más ancianos. Cuentan que los últimos que lo habitaron tuvieron que huir precipitadamente, dejando incluso su comida sobre la mesa. La historia de nuestra gente se ha basado siempre en escapar o luchar. Esta tierra que habitamos ha sido siempre una tierra peligrosa, testigo de crueles enfrentamientos y guerras encarnizadas. Lo que ahora te voy a contar forma parte de las enseñanzas recibidas de nuestros antepasados y que tú algún día deberás transmitir a los que te sucedan, para que ellos las puedan recordar y contárselas a sus hijos.

Elvio se detuvo y tomó otro trago de vino. Después de soltar un sonoro eructo carraspeó y siguió hablando:

En un tiempo muy antiguo, tan antiguo como la mayor encina del bosque, hace tantos años como estrellas hay en el cielo, los clanes de nuestro pueblo ocupaban estas tierras situadas en los confines de lo que un día se llamó la Autrigonia, que se extendía desde el frío mar del Norte, el mar Tenebroso, hasta las montañas de los antiguos dioses, que separaban a los vecinos pueblos de los llanos de los que vivían al otro lado de ellas. Durante generaciones vivieron libres, disfrutando de estas tierras, de estos bosques y ríos... hasta que un día presenciaron la llegada de los estandartes del águila. Conquistaron nuestras tierras y las del resto de lo que luego ellos llamarían Hispania. Los romanos vivían para la guerra, para la conquista, y entraron por la fuerza en la tierra de nuestros antepasados y se la arrebataron, destruyendo su mundo. Algunos lo aceptaron y prosperaron gracias a las alianzas, pero hubo quienes degollaron a sus propios hijos y se suicidaron para no convertirse en esclavos. Aquellos romanos construyeron, cuentan que con ayuda de gigantes, los largos caminos que aún hoy cruzan los campos y atraviesan las montañas, inmensos y sólidos puentes sobre los más anchos ríos y magníficos edificios, construcciones y aldeas con casas de piedra cubiertas por tejados de tejas rojas como estos que has visto, circundadas por extensos campos de cereal, fértiles huertas y frondosos terrenos de frutales, trabajados por nuestra gente, a la que habían sometido.

Entonces, ¿por qué ahora está todo destruido?—quiso saber Martín, impaciente, vislumbrando en su mente los restos de las sólidas construcciones que acababa de contemplar—. ¿Por qué no construimos como aquellos romanos, en vez de levantar aldeas de adobe y cabañas de barro y madera? ¿Por qué?

Elvio dio otro bocado al trozo de queso, ignorando la interrupción, como si no hubiera escuchado las preguntas de su hijo. Su mirada se hallaba perdida en el crepitar de las llamas que consumían la hoguera.

Fueron tiempos duros que forjaron el alma de nuestro pueblo —prosiguió Elvio mientras masticaba lentamente—. Vivimos bajo su dominación durante generaciones, adoptamos sus costumbres, sus leyes, la lengua en la que hoy hablamos, nuestra gente llegó a luchar en sus ejércitos y nos enseñaron a renunciar a los antiguos dioses para recibir las enseñanzas de Cristo, Nuestro Señor. Ambas sangres se fueron mezclando y se vivieron tiempos de paz. Hasta que su poder se fue apagando poco a poco, se volvieron débiles y acomodados y su imperio se derrumbó. Entonces se abatió el infierno.

»Llegaron gentes temibles del norte, enemigos de Roma; oleadas de gentes belicosas, errantes sin hogar que se abalanzaron como lobos hambrientos sobre nuestro territorio. Venían con ansias de botín, deseosos de tierras, riquezas y esclavos. Eran hombres distintos a nosotros. Nuestra gente se ocultó y esperó a que se fueran por donde habían llegado, pero no venían para depredar y regresar a sus lares, sino para quedarse.

»Se vivieron tiempos muy difíciles. Fue un tiempo de muerte e incertidumbre, de llanto y desolación, de terror y de fuego. Los invasores, llevando a lomos de sus caballos el miedo y la destrucción, se proclamaron dueños de las tierras, y nuestras gentes vieron cómo les robaban sus rebaños, quemaban sus hogares y eran desposeídos y desalojados del lugar en el que habían vivido durante generaciones. Ciudades enteras desaparecieron bajo la furia de aquellos bárbaros, fruto de incendios y matanzas. Las aldeas fueron arrasadas, los campos asolados y yermados, las mujeres violadas y los niños masacrados o separados de sus padres para siempre. Muchos hombres valientes murieron luchando.

Aquello había debido de ser terrible, pensaba Martín. Su padre permaneció un instante pensativo mientras jugueteaba con el trozo de queso que mantenía entre sus dedos.

Muchos fueron apresados. Otros, movidos por conservar sus vidas o la necesidad, se entregaron sabiendo que serían esclavos. El resto, empapados de llanto y de lamentos, dejaron atrás sus hogares y se lanzaron a las montañas para recluirse en las cuevas más recónditas, entre las espesuras de los bosques, sin tener que pagar tributos a nadie, intentando preservar su modo de vida tal y como la conocían, como había sido el de sus padres y el de sus abuelos. Allí, en los valles y montes más profundos, aguardando tiempos mejores, volvieron a revivir las viejas tradiciones de nuestros antepasados. Durante muchos años los espacios abiertos quedaron huérfanos; nadie se atrevía a bajar de los altos, a transitar por los caminos y exponerse al peligro que suponían aquellos bárbaros. Fue un tiempo de sangre y de lágrimas.

Martín permanecía absorto ante el relato de su padre. Narraba la historia con auténtica pasión y le parecía ver el rostro de aquellos hombres feroces montados en sus caballos. Iba a preguntar algo, pero Elvio siguió hablando.

Roma no tenía aquí soldados con que defenderse, de modo que, para cortar las ansias de conquista a los invasores y expulsarlos de Hispania, envió a sus mejores aliados: los godos. A veces te he hablado de ellos, ¿lo recuerdas? En poco tiempo su poderosa fuerza consiguió vencerlos, pero, logrado su objetivo, tampoco se marcharon. Pronto se dieron cuenta de la bondad de nuestra tierra. Se proclamaron señores y herederos del antiguo poder romano, trajeron a sus familias y siervos y empezaron a gobernar en nombre del Imperio. La consideraron como su nueva patria. Unos amos suplantaron a otros.

»Con el paso del tiempo volvió un periodo de paz, se recuperaron los viejos caminos, se reconstruyeron castros y fortificaciones y llegaron numerosos monjes que levantaron iglesias y altares. Pero nuestra gente seguía sometida, obligada a entregar cada año a los magnates godos parte de sus ganados y de sus cosechas en concepto de tributos.

»El godo siempre ha sido un pueblo violento y animoso, enzarzado en rivalidades y rencores, en continuas guerras civiles donde los distintos linajes permanecían en una eterna pugna por alzarse al trono. El reino acabó desunido y corrupto, desangrado por sus luchas interinas, la Iglesia goda ofendiendo la fe católica, la población hundida en la peste y en la hambruna, agobiada por abusivos impuestos. Castigado por la Providencia, se derrumbó. Por aquel tiempo tu abuelo Andio era apenas un niño como tú. —A su padre le gustaba rememorar las hazañas de su abuelo. Había relatado mil veces, con orgullo, al amor del fuego, en cuantas campañas había luchado: primero junto al princeps Alfonso el Cántabro y luego al lado de su hijo Fruela—. Fue entonces cuando, desde el Sur, cayó sobre nosotros la plaga de los mauri. Aquella primavera, Roderic, el último rey de los godos, se hallaba luchando ante las murallas de una ciudad de los vascones llamada Pompaelo. Allí recibió noticias preocupantes procedentes de su capital, Toletum. Hablaban de temibles guerreros, hombres fieros que no creían en nuestro Dios llegados de allende el mar. El rey desmontó su campamento y regresó con presteza, reclutando y convocando a cuantos soldados pudo para presentar batalla a los invasores. Pero no sirvió de nada y el ejército sarraceni aniquiló a las huestes de Roderic en una terrible batalla junto a un lago, y donde el propio rey murió. La marea sarraceni se desbordó entonces como una sombra y se expandió por valles y planicies dando a conocer el nombre de su dios con el filo de sus espadas, entrando a caballo incluso en los templos, matando, raptando a nuestras mujeres y saqueándolo todo.

Martín observó cómo su padre apretaba los dientes al pronunciar esas últimas palabras. Le había escuchado, sin hablar. Sabía que no no le gustaba que le interrumpiera. Vio cómo se rascaba la barbilla, con la mirada a lo lejos. Luego inspiró con fuerza, como para tomar aire, antes de continuar:

No hubo nadie capaz de organizar una cierta resistencia, no hubo ningún ejército, y las plazas fueron capitulando, la mayor parte sin luchar. Muchos abrieron las puertas de sus ciudades y se postraron ante los nuevos amos, se humillaron y sometieron, aceptando su nueva realidad con resignación. Algunos los vieron como sus salvadores y no dudaron en aceptar los tratados de sumisión que les ofrecían, pagando sus tributos a los mauri como antes lo habían hecho a los godos. Gran parte de la vieja élite goda aceptó gustosa esos pactos que les ofrecían, pues mantenían sus privilegios y garantizaban el dominio de sus tierras y siervos a cambio de abrazar la nueva religión, de la entrega de tributos y de aceptar la sumisión y fidelidad a su líder llamado Musa. Pero hubo otros, como tu abuelo Andio, que se negaron a acatar su autoridad, a rendirse al poder del dios mahometano, a doblegarse; rechazaron su yugo. Ante la imposibilidad de poder resistir reunieron a sus familias y repitieron la historia de sus antepasados. Abandonaron sus hogares, la tierra donde habían nacido, y se retiraron hacia el manto protector de las montañas, lejos de los caminos principales, en busca de un lugar seguro donde poder vivir conforme a su fe en Cristo, con dignidad, libres de la humillación de la servidumbre. Aldeas, monasterios y granjas volvieron a quedar desiertos o en ruinas —realizó un movimiento con uno de sus brazos, indicando lo que tenían delante de ellos—. Pero pronto comenzaron a resonar por las enriscadas cordilleras norteñas los nombres del gran Pelayo, del duc Pedro y otros, los primeros que osaron rebelarse contra la sumisión, aquellos que enarbolaron el estandarte de la resistencia. ¡Ah! Ya no queda nada de aquellos gloriosos tiempos.

Elvio hizo una nueva pausa. Tomó otro trago largo de vino y comenzó a guardar los restos de la comida en su morral. Meditó un instante antes de proseguir:

Entre las montañas que contemplamos se encuentra el lugar que me vio nacer —el tono de su voz pareció cambiar, adoptando por un momento un aire nostálgico—, una aldea oculta, en medio de un pequeño valle verde y luminoso rodeado de bellos bosques y arroyos claros y limpios. Fue por aquel tiempo cuando la espada del odio se ensañó entre los invasores haciendo correr su propia sangre, matándose unos a otros. Esos mauri de espíritu belicoso y rebelde nunca habían soportado el dominio de los sarraceni, maldecían su prepotencia y el desprecio con el que siempre les habían tratado, sobre todo a la hora de repartir las nuevas tierras conquistadas. Y odiaban el clima frío y severo de nuestra tierra. La rebelión estalló de repente, extendiéndose con rapidez por el país de los infieles. Los mauri abandonaron las atalayas fronterizas que defendían y montaron en sus caballos. Tomaron el camino del Sur sin ánimo de volver.

»Pero, ¿sabes? De repente las gentes se dieron cuenta de que habían recuperado su libertad, ya no tenían a nadie a quien pagar tributos. Y la esperanza regresó a nuestra tierra; se araron de nuevo los campos, los pastores regresaron con sus rebaños y se ocuparon las viejas aldeas. Saboreaban el placer de ser libres de nuevo. Algo que, por desgracia, no iba a durar mucho tiempo. El rey de los astures, Alfonso, hijo del duc Pedro y yerno de Pelayo, aprovechó aquella desbandada de los mauri, encontró el camino libre y decidió aventurarse fuera de sus montañas con el fin de reforzar y fortalecer su pequeño reino. Durante muchos años, secundado por su hermano Froila el Guerrero, se empleó en saquear las tierras y plazas fronterizas abandonadas por las guarniciones mauri. Una tras otra: ciudades, castros y aldeas fueron tomadas a hierro y fuego por las tropas de el Cántabro. El intrépido rey astur no tenía fuerzas suficientes para ocuparlas ni defenderlas, por lo que se limitaba a arrasarlo todo, destruir puentes, malograr caminos, tomar como esclavos a los seguidores del Islam que habían quedado, obtener el mayor botín posible y no dejar nada que invitara a los infieles a regresar. Muchos cautivos cristianos fueron liberados y Alfonso les invitó a marchar con él a su reino, ofreciendo protección y tierras que cultivar a todos los dispuestos a defender la Cruz. Convenciéndoles de que irse con él era la mejor opción se llevó a los monjes, a los nobles y a los mejores hombres para crear un gran reino cristiano más allá de sus montañas. Nuestras tierras no valían nada para él y se marchó, dejando la región abandonada a su suerte.

Elvio tomó otro sorbo, saboreándolo, mientras miraba absorto el fuego. Permaneció un tiempo pensativo, rememorando viejos recuerdos, latidos de un tiempo perdido. Martín observaba a su padre, sus manos grandes, agrietadas y callosas sujetando el pellejo de vino. De pronto se lo tendió:

Toma, bebe —le invitó, mientras con un palo largo recolocaba los maderos que ardían en la hoguera—. Estábamos solos, si, pero volvíamos a ser libres; libres y dueños de nuestras vidas. Sin autoridad superior a quien rendir cuentas. Y decidimos regresar a la tierra que fue de nuestros abuelos, a la tierra que nos pertenecía. Salimos de los montes para retornar de nuevo aquí, a Ebeia, a nuestra aldea, a nuestro hogar al pie del Monte Sagrado, el lugar venerado por los primeros hombres. Recobramos la libertad que un día nos fue arrebatada, tratamos de olvidar tantos años de oscuridad y dolor, regresar a tiempos nunca olvidados del todo. Un día llego un nuevo rey, un buen rey, llamado Fruela, del que te he hablado muchas veces, hijo de aquel Alfonso. Levantó torres y defensas para defendernos de las incursiones de los sarraceni. Tu abuelo Andio luchó junto a él como uno de sus más fieles guerreros. Los suyos le mataron, y tu abuelo... —Elvio calló de pronto, dibujando en su rostro un gesto que parecía de dolor. Martín se percató del brillo especial de sus ojos—. Tu abuelo se mantuvo siempre a su lado, fiel a su familia hasta su muerte. Buscar su ejemplo te hará merecedor de su recuerdo.

»Escucha, Martín. Somos hijos de la tierra que nos ha visto crecer. Los hombres son a la tierra lo mismo que el roble o la encina; pueden arder o ser cortados, pero las raíces permanecen vivas en el interior de la tierra esperando algún día volver a renacer. Siempre retoñan por mucho que pretendan arrancarlo Elvio había vuelto su mirada hacia su hijo, que no perdía detalle de cuanto su padre contaba, girándose hasta colocarse frente a él, posando una mano sobre su hombro—. Los hombres mueren, se van, pero la tierra sigue ahí, en el mismo lugar, esperando volver a renacer, anhelando que otras manos la desbrocen y la labren. La memoria se apaga... los pueblos pierden pronto sus recuerdos. Ten siempre presente de dónde vienes y la tierra en la que naciste. Por tus venas corre sangre del más antiguo linaje, de un linaje de grandes guerreros del que han salido siempre los jefes de estas tierras, de un linaje que siempre ha elegido su propio destino. Honra la memoria de aquellos que lucharon por ser lo que hoy somos: hombres libres. Su fuerza y su espíritu deben guiarte. Vive siempre libre, si no, no merece la pena vivir; y no tengas miedo a morir. Elige tus pasos y aunque encuentres dificultades no te rindas nunca. Sé como ese roble que rebrota y nunca se doblega. Impregna tu espíritu de este valle, de este río, de estos bosques que nos rodean, pues son la savia que corre por nuestras venas, como la de aquellos que murieron por dejar un mundo mejor y más libre para sus hijos. Caminamos sobre la tierra regada con el sudor y la sangre de nuestros antepasados muertos y su memoria debe permanecer en nosotros para recordar quienes somos y de donde procedemos. Mi padre se empeñó en que memorizara aquellas historias que te he ido contando, vivencias heredadas a través de los siglos que nunca deben ser olvidadas. La vida nos impone la responsabilidad de conservar en nuestra memoria el legado de los que nos precedieron y transmitirlo a nuestros hijos.

»Esta que ves es nuestra tierra —abrió los brazos, como si quisiera abarcar con ellos todo el paisaje— ¡no huiremos nunca más de aquí! Aquí somos ahora libres, y nuestro deber es luchar por nuestra libertad, por aquello que somos y por lo que creemos, nunca olvides esto. Somos hijos de la memoria y de los recuerdos de nuestros padres. A ellos les debemos lo que hoy somos. Es nuestro deber evitar que se pierda en el olvido nuestro pasado, nuestras desgracias, nuestros héroes, quiénes fueron nuestros antepasados; aprender de sus decisiones, de sus errores y logros, de su osadía y de su prudencia, para saber afrontar la incertidumbre que nos deparará el futuro.

Se quedaron callados. Había comenzado a oscurecer. Elvio dirigió a su hijo una mirada emocionada. Martín intuyó un asomo de inquietud en él. Al poco, Elvio volvió a retomar la conversación.

Siempre he sentido que una fuerza extraña me atraía a este lugar... Aun no sé el porqué. Representa un recuerdo maldito de un tiempo de humillación, vergüenza y tribulación... pero a la vez un rincón que nos revela los misterios de la grandeza y también de la torpeza humana. Las piedras susurran su historia a quienes las contemplan. Todo lugar, toda historia nos ofrece una enseñanza. Lo que has visto y recorrido hoy conoció la ira de quienes llegaban de fuera. Desde entonces estas ruinas permanecen así, dormidas, hasta que algún día podamos levantarlas de nuevo. Hasta hoy han servido como refugio de bandidos, de indigentes y perseguidos; también de seguidores de Cristo, aunque diferentes a como nosotros creemos en él. También un rincón secreto, donde tu madre y yo acudíamos con frecuencia —Elvio le miró de reojo esbozando una sonrisa pícara—. La vida es una lucha continua por sobrevivir. Observa estas piedras; volverán a tomar vida en otro lugar, tal vez lejos de aquí... pero siempre guardarán en su esencia la memoria del sitio donde se formaron. Algún día serás tú quien dirija a nuestro pueblo. Recuerda siempre este lugar y lo que significa. La tierra de nuestros padres está ahora en calma, los ganados pastan libremente y en los campos madura lentamente el grano. Pero a veces la calma suele ser el preludio de la tormenta. Hemos tenido tiempos de paz —dijo lacónicamente con la mirada fija en las cercanas colinas—, pero la paz es efímera como el tiempo lluvioso y dura menos tiempo de lo que nos gustaría. Dicen que el viejo emir de Qurtuba murió hace poco tiempo y que su hijo Hisham es diferente a él. Algún día regresarán y deberemos estar preparados.







Elvio inició una estridente sucesión de silbidos, incitó con la aguijada a los bueyes y las dos bestias comenzaron a tirar con fuerza del carretón hasta que este se puso lentamente en movimiento con un fuerte crujido. El viejo armatoste de madera comenzó a bambolearse de uno a otro lado, sus ejes a chirriar y los bloques de piedra a traquetear, bailando al paso de los bueyes. La antigua villa romana seguía constituyendo la mejor y menos costosa manera de conseguir buen material y Elvio había elegido cuidadosamente de entre la providencial cantera las mejores piedras que servirían para afrontar la construcción del nuevo granero antes de la llegada del siguiente invierno, pues las buenas cosechas habían dejado pequeño el reducido silo familiar.

En pocas horas alcanzarían Ebeia. El trayecto no era largo, aunque el viaje prometía ser lento, por lo que padre e hijo caminaban juntos, acompañando el pacífico caminar de los animales por el camino blando y húmedo después de las intensas lluvias caídas al inicio de aquel verano especialmente cálido y lluvioso. Resultaba habitual que las llanuras cercanas a los cauces se vieran inundadas por su desbordamiento invernal y por ello se hacía necesario aprovechar aquella época del año para transitar por los caminos, pues durante el resto estos resultaban impracticables.

La frescura de la mañana iba cediendo ante el empuje del sol, que ya comenzaba a calentar con fuerza, pero el día claro y despejado se veía amenazado por lejanas masas de nubes negras que se formaban por el oeste, cubriendo el horizonte, anunciando que tal vez habría tormenta.

Avanzaban despacio, al paso de los animales, absorbiendo con todos sus sentidos la belleza del paisaje luminoso y rebosante de vida. El aire traía aromas de lavandas, salvias y tomillos. A ambos lados del camino se erguían robles, fresnos y gruesas encinas. Al cobijo de sus sombras, por aquí y por allá, brotaban amapolas rojas, cardos borriqueros con sus coronas doradas y un sinfín de flores alfombrando los pastos, exhibiendo sus colores y perfumando el aire. Se escuchaba el arrullo de las palomas entre los árboles, el canto monótono de las alondras y multitud de trinos conocidos que brotaban de la espesura: el concierto incansable del ruiseñor, el gorjeo peculiar del pinzón y el lejano canto de un cuco. Elvio le señaló el vuelo de un águila pescadora y, más allá, el de un aguilucho de color ceniciento que planeaba a baja altura sobre el mar de hierbas acechando alguna presa que llevar a su nido oculto tal vez entre la densa pradera, donde tres o cuatro polluelos esperarían impacientes su comida. Divisaron también a una pareja de corzos asustados huyendo hacia la espesura y una piara de jabalíes con sus pequeños rayones que atravesaron el camino en busca de un lugar sombreado donde encamarse durante el día.

Martín se embargó del olor del campo, de los tibios rayos del sol sobre su rostro, y respiró feliz. Seguía emocionado, pero no paraba de darle vueltas al lance de caza de aquella mañana, en especial a un detalle que le preocupaba. Había analizado el vuelo de la flecha; había apuntado a la cabeza del animal pero esta se había clavado debajo del cuello dibujando una trayectoria discontinua y oscilante. Había elaborado con gran tesón una mano de flechas de ramas de avellano; después de descortezarlas, pulirlas y endurecer las puntas al fuego había fijado con resina tres medias plumas de oca en el otro extremo de cada una de ellas.

Padre —dijo Martín pensando en voz alta—, puede que no sea buena idea hacer las flechas con ramas de avellano, quizá sea mejor utilizar la del rosal silvestre…, o, a lo mejor, no las corté en la temporada más adecuada…, bueno, o... las plumas de oca no eran las más apropiadas… Pondré más cuidado la próxima vez.

Eres un muchacho muy exigente, hijo —contestó Elvio condescendiente— estoy seguro de que tus flechas están hechas como las haría yo mismo. No es un problema de la flecha, sino del arco; algún día fabricaremos juntos uno bueno de tejo. Pero debes tener en cuenta que las flechas de punta endurecida que utilizas para la caza son menos precisas que las de puntas de metal. Además, el calor y la humedad hacen que las varas se puedan torcer, por lo que es importante hacer una buena elección de ellas. Respecto a las plumas es mejor utilizar las de buitre, son más duras e irán más rectas. Las plumas no son decorativas, debes darles mucha importancia, sirven para que el dardo vuele recto, son el timón que dirige y estabiliza su trayectoria hacia el blanco. Debes recordar que deben ser de la misma ala del ave, a ser posible las más grandes de los extremos, así la flecha girará correctamente en el aire y el disparo será certero.

Estuve a punto de fallar por culpa de mi impaciencia, por no poner más empeño al hacerlas. Por otra parte, hice lo que tú me enseñaste; esperé a que el conejo saliera de su madriguera. Tuve paciencia, adiviné cuáles serían sus movimientos...

Cazar con el arco no es fácil, hijo —le interrumpió Elvio mientras se rascaba en el lóbulo de su oreja izquierda—, requiere gran técnica; debes actuar con todos tus sentidos, con tu instinto y toda tu inteligencia, tanto en el momento de la caza como en el de elaborar tus armas. Es bueno reconocer nuestros errores y tratar de corregirlos. A pesar de ello debes enfrentarte a tu presa siempre con humildad. Cuando apuntes piensa que no está en tus manos decidir cuándo una criatura debe vivir o debe morir; es Dios quien dispone de su vida y nos la ofrece. —Elvio se volvió dando a entender que había terminado de hablar, pero se giró de nuevo y le hizo una última observación a su hijo—. Y recuerda: mayor placer que matar... es dejar vivir.

Martín intentó asimilar aquellas palabras de su padre. Había pretendido impresionarle, demostrarle que ya no era ese mocoso que corría por la aldea jugando con espadas de madera junto a los demás chicos, sino un joven capaz de valerse por sí mismo, el digno vástago que algún día heredaría su oficio. Sabía que su padre se veía gratamente sorprendido por sus habilidades. Tocó con su mano la piel cálida y suave del conejo que colgaba de su costado. Sería una pieza bienvenida, no vendría mal para una dieta poco acostumbrada a la carne y serviría para celebrar aquella inolvidable jornada para él. Ya se imaginaba llegar a Ebeia; el rostro de su madre Emilce al ofrecérsela, su cálida sonrisa, aquella que desde pequeño tanto le había reconfortado. Adoraba su bondad así como debía soportar su recio carácter y la estricta disciplina que imponía. Procuraba hacer todo lo posible por verla feliz, intentando quizá compensar el continuo dolor que había marcado su vida.

¡Su historia la había escuchado tantas veces! Emilce había llegado a Ebeia durante el primer año del reinado del rey Silo, de eso hacía ya diecisiete años. Lo hizo un día oscuro y neblinoso de otoño junto a un grupo numeroso de personas provenientes del sur, desde una ciudad lejana, al otro lado de un río llamado Durius. El dictado caprichoso del destino había llevado a la urbe a la pobreza, a la que pronto se había unido la enfermedad, provocando que todas las familias sufrieran el mazazo de la muerte. A ello se había añadido un periodo de sequía como no se recordaba; «no cayó del cielo ni una sola gota de agua», recordaban, «las fuentes se secaron y los ríos dejaron de correr». Luego, llegó el hambre, lo que empujó a aquellas gentes a tomar la decisión de marchar, abandonarlo todo y, llevando tan solo sus ropas y lo poco que podían transportar a lomos de sus mulas, partir sin rumbo definido, en busca de un nuevo cielo, de una nueva tierra en las húmedas y fértiles comarcas del Norte, lejos de la aquellos tres jinetes del Apocalipsis como eran la hambruna, la sequía y la peste.

La adversidad se había cebado de manera especial en la familia de Emilce. En apenas unos días la enfermedad había acabado con la vida de su padre, un próspero comerciante de metales de quien Martín había heredado su nombre, con la de su madre y con las de sus dos únicos hermanos, apagando las esperanzas de aquella joven de apenas quince años que en ese momento se veía sola en un viaje sin destino.

Perdidos tras una tormenta en su periplo dieron con sus pasos en Ebeia. Allí recibieron la compasión y la hospitalidad de sus gentes. Pasaron la noche en la aldea, pero Emilce enfermó de fiebres. El grupo de viajeros no podía detenerse, siguió su camino al amanecer del día siguiente, y ella, sola, tuvo que permanecer allí, cuidada por varias mujeres que la atendieron caritativamente.

Elvio se quedó prendado de ella en cuanto la vio. Por entonces era un adolescente apuesto, tímido e inexperto en las lides del amor, preocupado únicamente por su caballo y por sus arcos. Pero algo en ella le había despertado una chispa en su interior, un sentimiento nuevo, una atracción extraña y nunca antes sentida que le arrastraba. Buscaba tiempo para estar junto a ella. Comenzó a visitarla todos los días presentando siempre alguna excusa, ya fuera para llevar algo de comida o un haz de leña para el fuego. La encontraba bella y delicada como un ángel. Le gustaban sus manos delgadas y suaves, su largo pelo negro y su tez morena. Y sus ojos y sus pensamientos fueron desde entonces solo para ella. Debatiéndose entre la vida y la muerte la había acompañado, velando sus sueños, cuidándola en silencio, alimentándola con paciencia, ansiando verla vivir y descubrir pronto su sonrisa. Poco a poco ella se fue recuperando y cuando tuvo fuerzas suficientes él la acompañaba a pasear por el sendero de la ribera, hablando de cosas sencillas; ella le relató la historia de su padre y le habló de la hermosa tierra donde había nacido. Elvio supo penetrar en su ánimo marchito y no tardó en verla sonreír; y su sonrisa lo cautivó definitivamente. Ella encontró en él su mejor apoyo. Le gustaba estar a su lado, se sentía a gusto junto a aquel hombre lleno de vitalidad, de sueños y también de ternura. Con él encontró la calma, el alivio a tanta tristeza que atenazaba a su corazón. Y con él recuperó las ganas de vivir.

Una tarde de finales de otoño, cuando los días comenzaban a decrecer, ascendieron hacia la cima que dominaba el Monte Sagrado, cerca de las ruinas de la vieja ermita de San Vicente. Allí, juntos, contemplaron el dorado atardecer sobre la meseta. Allí, sintiendo quizás el espíritu de sus antepasados cerca de él, Elvio tuvo el valor de revelarle sus sentimientos. Y, allí, le pidió que no se marchara nunca de su lado.

A pesar de la oposición de su familia, que no vio con buenos ojos su matrimonio con una forastera del sur, la primavera siguiente Elvio y Emilce sellaron su amor ante Dios bajo el gran olmo centenario. Ella llevaba un vestido de seda azulada con ribetes plateados, único recuerdo de su madre, y una guirnalda de flores amarillas y blancas en el pelo. Con sus propias manos y la ayuda de varios vecinos construyeron una casa y pronto su unión se vio bendecida con la llegada de dos vástagos varones que llenaron de alegría el nuevo hogar.

Los años fueron pasando y un día llegó lo que era inevitable que llegara. La permanente situación de tensión estalló de repente y los sarraceni volvieron a hostigar con dureza la frontera. Elvio tuvo que partir, y desde ese momento la vida para Emilce volvió a tomar un rumbo oscuro. A la pena por ver marchar a su esposo siguió, unos meses más tarde, el trágico trance de parir, después de un doloroso y difícil embarazo, un niño deforme y amoratado que murió a los pocos días de nacer. Pero la desgracia se ceba en los más débiles y el destino les depararía una nueva tragedia. Con la misma impotencia, después de una corta y fulminante enfermedad atribuida a la humedad y al frío que azotó la región aquel año, Emilce vio cómo la vida de su amado primogénito, de apenas tres años de edad, se apagaba para siempre una fría y lluviosa mañana de diciembre. Emilce creyó morir, incapaz de soportar la pena; se sumió en un silencioso y profundo dolor y durante semanas la desesperación se convirtió en su única compañera.

Elvio regresó entrado ya ese invierno, cansado y taciturno a causa de la guerra, aunque poco a poco fue recuperando, en compañía de su amada y del único hijo que les quedaba, la alegría y vitalidad que siempre le habían caracterizado. El destino se había mostrado cruel con ellos, pero aún eran jóvenes, tenían a su hijo Martín y toda la vida por delante. El otoño siguiente les regaló una preciosa niña a quien pusieron por nombre Noive. Sucesivos años de paz y de buenas cosechas devolvieron a la familia la ilusión y la esperanza de un futuro mejor. La vida había decidido ofrecerles una nueva oportunidad.

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